Carmina

Por Rubén Pellón

El grito desafinado de la bocina del viejo Citroen se colaba por la ventana del cuarto, recorría el pasillo y, con refinada crueldad, zarandeaba los nervios, siempre a punto de combustión, de mi madre, que respondía al ataque sonoro con otro del mismo género, más agudo y anárquico, si bien natural, pulido por toda una tradición vocal conservada a lo largo de los años y traspasada de madres a hijas, de abuelas a nietas.

¡Ya voy!! – gritaba, mientras se apresuraba a colocar los recipientes de plástico, herméticamente cerrados y atestados de tortillas de patata y filetes empanados, adornados de desconchados pimientos verdes, en la cesta de mimbre. – ¿Por qué no subes a ayudar en vez de meter prisa? – preguntaba para nadie. Entró en el coche malhumorada y situó la cesta a sus pies. Mi padre esperaba fuera, de pie junto a la puerta. -Tantas prisas para estar ahora ahí plantado como un pasmarote – refunfuñó mi madre – La cuestión es incordiar. El coche se puso en marcha. Brillaba con fuerza el sol de Julio, que jugaba a las sombras con la chapa metalizada del Citroen. Alguna nube tímida y solitaria se paseaba sin mucha determinación por el parque azulado del cielo. Mi hermana movía la cabeza al ritmo de la música del walkman, mientras mi hermano, y yo, nos propinábamos codazos con no muy buena intención. Cada domingo íbamos al pueblo, como si este viaje formara parte de un ciclo natural inmutable. Podríamos ir a otro sitio pero también se podría dormir por el día o andar hacia atrás. Mis padres charlaban vaguedades en busca del desliz que diera pie a la discusión, como saboreando un juego que de alguna manera les reconfortaba, afianzando el orden diario. Como el que mis hermanos y yo jugábamos en el asiento trasero, buscando por los campos rebaños de vacas. Avanzábamos por una larga recta, entre la acantilada costa y pequeños oteros cubiertos del verde refulgente del campo santanderino. Y avanzaba el desasosiego en mi interior, anudándose perversamente en mi estómago. No era nuevo, me asaltaba cada domingo, cada recta recorrida, a medida que el momento del encuentro se acercaba. Pero no podía admitir el miedo, ni mucho menos expresarlo, porque yo mismo era consciente de lo incomprensible que era para ellos, para todos, y si no lo iban a aliviar no tenía sentido sufrir, además, sus risas y burlas.

(Sigue en pdf.)

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