Lucía Tello Díaz
El próximo 12 de junio se cumple un siglo del nacimiento de uno de los cineastas más precisos, sobresalientes y heterodoxos de la cinematografía española. Luis García Berlanga no solo fue un referente en el cine de nuestro país, sino un intelectual consumado, un técnico de primer orden y sin ínfulas, que decidió codificar con gracejo lo que otros tomaban demasiado en serio.
Como iconoclasta, su cine no se parece al de ningún otro; como erotómano, sus películas remiten muy sutilmente al trabajo de Fellini o de Buñuel. Seductor con la cámara y director de la orquesta interpretativa, nunca dudó en poner ante su visor a una veintena de actores para desarrollar el vodevil en sus películas, unas cintas repletas de sátira, de talento actoral y de minuciosidad formal.
Aunque comenzó en 1951 con Juan Antonio Bardem en Esa pareja feliz, pronto comenzó su carrera de manera autónoma, firmando títulos emblemáticos como Bienvenido, Míster Marshall (1953), Novio a la vista (1954), Calabuch (1956) o Los jueves, milagro (1957).
Inimitable junto a su escudero Rafael Azcona, juntos escribieron algunos de los pasajes más espectaculares del cine español. De este tándem ácido-espléndido nacerían siete largometrajes y un cortometraje, a cuál más sardónico. Suya fue la crítica más feroz al sinsentido de la ‘muerte por justicia’ que representaba El verdugo (1963), en la que se mostraba con salvajismo, sin renunciar al humor, los servilismos de matar para comer.
Antes de ella, Berlanga y Azcona participaron junto con los guionistas José Luis Colina y José Luis Font en Plácido (1961), su mayor éxito internacional hasta la fecha, que le granjeó al director su única nominación a los Premios Oscar a la Mejor película de habla no inglesa. Tras ella vendría el breve segmento Las cuatro verdades (1962), seguido de la consabida y celebrada El verdugo (1963), para muchos su obra más redonda.
Juntos participarán nuevamente en La boutique (1967) y a este título le seguirá la denominada ‘Trilogía de la familia Leguineche’, un trígono cinematográfico (aunque Azcona-Berlanga pretendían elaborar una tetralogía) compuesto por las películas La escopeta nacional (1978), Patrimonio nacional (1981) y Nacional III (1982). El retrato cáustico que elabora de la riqueza y de la doble moral, y la descripción de los vicios que lleva pareja la aparente virtud son aspectos a los que Berlanga regresa una y otra vez, logrando elaborar un fresco ocurrente, crítico y aun político de la sociedad española de la transición.
El costumbrismo volverá a relucir, cómo no, en una de sus películas más populares, La vaquilla (1985), un viaje al interior de las filias y fobias españolas representadas por la guerra civil y protagonizada por Alfredo Landa, José Sacristán, María Luisa Ponte y Adolfo Marsillach, entre otros.
Es de justicia reconocer que la obra del director valenciano posee, como su propio autor, una doble lectura, ya que su faz más cáustica, fatídica y punzante siempre se simultanea, a modo de vertiente siamesa, con un filtro humorístico, liviano y muchas veces pacificador. Lo mismo le sucedía al propio Berlanga. Él, que fue un mago del plano secuencia, estandarte de algunas de las formas más intrincadas de realización cinematográfica, jamás se tomó en serio a sí mismo. Ante su dominio técnico, Berlanga no dudaba en afirmar que su cine era prácticamente espontáneo, que aquello que salía bien no era por mérito propio, sino por una extraña mezcla de buenos profesionales y azar. Para sí mismo, Berlanga nunca estuvo allí.
Decía el director que los planos secuencia eran para él, en realidad, una acción de pura comodidad que le permitía narrar de modo fluido, sin interrupciones, sin planos de recurso ni montaje picado. Planos de seis minutos. Planos de hasta ocho minutos. Sin el reconocimiento que tuvo Tarkovsky y sin afán de tenerlo.
Ese ritmo tan libre y anárquico provoca que el tono del cine de Berlanga sea verosímil, completamente realista. Y es que son pocos los cineastas que han hecho lucir más naturalmente a actores como José Luis López Vázquez, Amparo Soler, Manolo Morán, Pepe Isbert o su incondicional Luis Ciges, ese actor que tanto brilló a las órdenes de Berlanga.
Un centenario ha transcurrido ya desde que España diera a uno de sus grandes cineastas, un director por encima de tendencias, modas, ideologías o idiosincrasias. Un genio al que este año han homenajeado innumerables autores, entre ellos quien suscribe estas páginas, en el libro Universo de Luis García Berlanga (ed. Notorious), firmado, entre otros, por Gerardo Sánchez, Moisés Rodríguez, Lucía M. Cabanelas, Diego Moldes, Víctor Matellano, Alejandro Melero y Juan Carlos Laviana.
Mucho se ha dicho de Luis García Berlanga y, sin embargo, todavía no se ha dicho lo fundamental, y es que, con su arte, el cine español es más cine y que, con su crítica, el cine español es más español.